Y tal como la palabra del Señor lo había anunciado por medio de Elías, no se agotó la harina de la tinaja ni se acabó el aceite del jarro.-- 1 Reyes 17:16.
“Donde comen dos, comen tres”, era su máxima. Ayudaba a quien podía aunque su situación no era de las mejores, pues desde que su esposo había fallecido, las cosas habían sido muy difíciles para ella y su hijo. Perteneciente a los parias de la sociedad, sobreviviendo, en el más estricto sentido de la palabra, con lo que quedaría de algún ahorro dejado por su marido y lo que algún alma caritativa le alcanzaba.
Aquella tarde, cuando salió a recoger un poco de leña para cocinar, se encontró con un desconocido, un extranjero. –“¿me puedes alcanzar un vaso de agua?”, le dijo. –“¡sí señor!” fue su respuesta. Y, aunque el agua escaseaba por la gran sequía reinante, fue en busca de lo solicitado. –“además, tráeme, por favor, un poco de pan, tengo hambre”, agregó el hombre.
-“Señor” le dijo mirándolo a los ojos “nuestra situación es de extrema angustia. Hace años que no llueve, los cultivos se han secado, las cosechas se perdieron, no hay alimentos. ¡No tengo pan!” y con angustia añadió –“sólo tengo un poco de harina y aceite. Con ellos haré una torta, la comeremos con mi hijo y nos dejaremos morir…” -“Comparte conmigo”, insistió él, “verás que por gracia de Dios, ambos sobrevivirán”.
Ella lo hizo así, y aquella tarde de angustia se transformó en la más alegre de su vida, pues descubrió que la harina y el aceite no se terminaron, sino que fueron multiplicados, nunca faltó el alimento en su casa y, tanto ella como su hijo y este desconocido salvaron la vida.
Nunca se tiene nada, siempre algo se puede compartir. Las provisiones no se multiplican acopiándolas, sino compartiéndolas. Compartamos, pues Dios no dejará que nos falte cosa alguna.
Demos como esta viuda, demos más allá de nuestras fuerzas.
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