Nerón, un emperador de Roma, parecía ser un hombre bueno. Has­ta que un día ordenó asesinar a su hermano, luego a su madre, des­pués se divorció de su esposa y también la mandó matar.

Cierta vez alguien prendió fue­go en Roma y esto produjo durante seis días que los edificios de made­ra se consumieran, los templos de­saparecieran, y el pueblo quedara en miseria y sin esperanza.

Muchos pensaban que había sido el mismo emperador porque después se aprovechó de los lugares desocupados para construir su palacio personal. Pero no, Nerón le echó la culpa de este incendio a los cristianos.

El emperador temía a la Iglesia que estaba creciendo, la sentía una amenaza para su imperio. Entonces él los acusó y los castigó seve­ramente, siendo algunos quema­dos y otros devorados por anima­les.

También a San Pablo que había propagado ampliamente el mensa­je de Jesucristo lo puso en la cár­cel.

Y mientras estaba él allí, le es­cribió a su amado hijo en el afecto, Timoteo, y le dijo: "Aviva el fuego".

La prisión en Roma aunque era como una cueva profunda, húme­da, casi sin luz no le privaba de llegar hasta la iglesia de Éfeso a través de Timoteo a quien anima­ba con otras palabras: Aunque nos acusen de incendiarios, aviva el fuego, no te detengas, no te desanimes, sino que aviva el fuego.

Esto es lo que también hoy le dice el Señor a usted: No se desa­nime, ¡avive el fuego del don que está dentro suyo!

Por Marfa Cabrera